Estamos ante una crisis muy compleja y novedosa, porque hemos sufrido un doble shock:
Primero, desde el lado de la oferta vía cantidades (al reducirla drásticamente por el confinamiento de la población) y no vía precios como los shocks de oferta que hemos vivido con anterioridad (por ejemplo, subidas drásticas de los precios energéticos).
Y segundo, desde el lado de la demanda, tanto agregada, al caer las rentas de los agentes económicos, como efectiva, al disminuir la confianza en el futuro y aplazando decisiones de inversión y de consumo.
El resultado es una caída drástica del PIB y del empleo, que debe compensarse con una política económica adecuada.
Por ello, la política económica debe centrarse, a corto plazo, en una combinación de políticas monetarias y fiscales ultra-expansivas que permitan mantener el tejido empresarial proporcionando liquidez y evitando insolvencias y, al mismo tiempo, manteniendo rentas y generando confianza en una recuperación rápida.
Europa es mucho más que una mera fuente de ingresos y que es, fundamentalmente, un proyecto político común y compartido, que coordina e inspira políticas comunes y que tiene la oportunidad de ser un magnífico ejemplo de cooperación multilateral.
Para ello, es inevitable un crecimiento del gasto público (y del déficit y la deuda) que debe financiarse adecuadamente.
Los Bancos Centrales han reaccionado con aportaciones masivas de liquidez mediante la compra de deuda, evitando tensiones en los mercados y un “credit crunch” como el que sufrimos en la crisis del 2008, así como, en el caso de la Unión Europea, evitando una reedición de la crisis de la deuda soberana y del euro como la acaecida en el 2011-2012 y facilitando la correcta financiación de las emisiones de deuda pública.
Y los Gobiernos aplicando políticas fiscales, laborales y sociales que, inevitablemente, comportan su financiación, más allá del papel de la política monetaria.
Para España, a diferencia de casi todos los otros miembros del Eurogrupo, que sí habían hecho sus deberes, el problema es más serio ya que los márgenes de maniobra son mucho más escasos al tener una baja capacidad de recaudación a pesar de los elevados tipos de gravamen (lo que hace imprescindible una reforma tributaria que amplíe las bases y la capacidad de recaudación, sin subir los impuestos) y, lo que es aún peor, sin haber conseguido llegar a superávits primarios y confiando en la reducción del % de la deuda pública sobre el PIB al crecimiento nominal del mismo. Claramente insuficiente, máxime en las circunstancias actuales.
Por ello, el acceso a recursos europeos es absolutamente fundamental, sin renunciar a ninguno de ellos. Desde el MEDE, el SURE o el BEI, al llamado Fondo de Recuperación propuesto por la Comisión a partir de una iniciativa franco-alemana, y que distingue entre transferencias directas y créditos blandos a largo plazo. Sin ellos, y sin el BCE, España estaría hoy en quiebra y pidiendo ayuda al FMI.
Obviamente, tales fondos van a venir condicionados. Afortunadamente. Porque la contrapartida es hacer los deberes pendientes, acometer reformas necesarias y actuar con la seriedad, el rigor y la responsabilidad que exige nuestra pertenencia a la moneda única y al proyecto europeo.
No basta, pues, con pedir solidaridad en momentos difíciles, sin al mismo tiempo, ejercer la responsabilidad. Y no es admisible que, sin ella, se transmitan ideas que sólo incrementan el euroescepticismo en un claro perjuicio de nuestro futuro.
Por ello, la salida de la crisis pasa por reforzar el proyecto político europeo y no en debilitarlo. Avanzando en la integración y en la corresponsabilidad. Asumiendo que Europa es mucho más que una mera fuente de ingresos y que es, fundamentalmente, un proyecto político común y compartido, que coordina e inspira políticas comunes y que tiene la oportunidad de ser un magnífico ejemplo de cooperación multilateral en unos momentos en los que el multilateralismo está en cuestión desde fuera y desde dentro de nuestro propio continente.
Si lo hacemos así, todo será más fácil.
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