Desde el primer día de la crisis del COVID-19, la sanidad privada en España ha estado a disposición absoluta del sistema público, para apoyarle en lo que, como todos augurábamos, ha sido la peor crisis sanitaria de la historia de España.


Habiendo tratado a más de 40.000 pacientes afectados mediante una cobertura total, ha desempeñado un papel crítico e imprescindible en conseguir aquello por lo que luchábamos todos: que nuestro sector público no colapsara. Esta colaboración ha resultado absolutamente fundamental. Cabe felicitar a todos y cada uno de los profesionales que desempeñaron esa heroica función con total compromiso y solidaridad, poniéndose en primera línea sin saber siquiera si su labor iba a poder ser recompensada.


Más allá de la labor prestada, el coste de esta cobertura fue elevado: en lo personal – sabemos que el porcentaje de contagios entre profesionales fue muy elevado – y en lo económico – la totalidad de los hospitales recibió instrucciones de detener su actividad ordinaria totalmente. Debido a nuestra calificación como servicio esencial, no hemos tenido la flexibilidad que ha permitido a otros sectores mitigar las pérdidas económicas, y hemos tenido que, no solo mantener, sino incrementar nuestros costes operativos.

Igual que la sanidad privada no dudó ni un segundo en dejarlo todo para colaborar en la lucha contra el COVID-19, hoy lo necesario sería que se le traspasara parte de las enormes listas de espera quirúrgica.

En una industria caracterizada por el elevado peso de los costes fijos, esta puesta a disposición absoluta ha supuesto que la mayoría de hospitales de España hoy se encuentren con tremendos problemas de financiación y, desgraciadamente, como consecuencia, el puesto de trabajo de los casi 300.000 profesionales del sector que se han volcado en la causa común pueda estar en riesgo. No debemos olvidar que estos profesionales realizan en torno al 40% de la actividad sanitaria de nuestro país, atendiendo a 12 millones de pacientes cada año, descongestionando las listas de espera y los costes que soporta la sanidad pública.


Sin embargo, existe una solución natural: igual que la sanidad privada no dudó ni un segundo en dejarlo todo para colaborar en la lucha contra el COVID-19, hoy lo necesario sería que se le traspasara parte de las enormes listas de espera quirúrgica que se han generado durante los últimos años y que esta crisis sanitaria no ha hecho más que incrementar.


Las ventajas serían múltiples y para todos: los pacientes podrían recibir el tratamiento necesario sin tener que esperar meses o incluso años, la administración pública podría ahorrar, según estudios recientes, entre el 40% y 60% del coste trasladando estas cirugías a unidades especializadas. A su vez, la sanidad privada podría recuperar costes soportados, aunque fuera parcialmente, de los efectos del COVID-19 y volver a estar en disposición de actuar de red de seguridad ante posibles futuras crisis. Se lograría, ante todo, como sistema, poder mantener los empleos de todos los profesionales sanitarios que ahora pueden estar en peligro.

 

En la medida en que podamos, por fin, hablar a efectos prácticos de una sola sanidad que integra, sin costuras, tanto al sistema público como al privado, las oportunidades de obtener sinergias de calidad asistencial, y también de costes entre unos y otros parecen evidentes. No podemos dejar de enfatizar que los primeros beneficiados, en mayúsculas, serán y seremos los pacientes, los profesionales sanitarios y el conjunto de los contribuyentes.

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